LOS DOS MODOS DE CONOCIMIENTO
“¿Cómo una reacción, por brutal que sea, puede en tan pocos años y en el seno de una sola cultura provocar una vuelta total? No se puede explicar ni comprender si antes no se ha tomado conciencia de una particularidad única de nuestra civilización occidental: ésta descansa sobre dos tradiciones que, después de haber coexistido, se han escindido y luego opuesto hasta instaurar la existencia simultánea de dos culturas, fundadas cada una en un modo de conocimiento distinto. Dos órdenes intelectuales han dividido los espíritus hasta ser reconocidos paralelamente en la enseñanza: los científicos y los literarios. Esta sorprendente anomalía tiene raíces que se remontan lejos; contribuye a dilucidar el problema de Occidente y de la complejidad de su arte. Grecia había fundado la tradición nueva, que iba a constituir la fuerza y la eficacia de la inteligencia occidental, instituyendo un método de conocimiento de la realidad apoyado no sólo en los datos positivos y comprobados por los sentidos, sino también sobre la fe en la identidad de las leyes de la razón humana y de las que rigen los fenómenos. La explicación del mundo, sometida a la lógica, descansaba esencialmente desde entonces en la relación de causa a efecto y en su permanencia. El dominio de la experiencia, nuestros sentidos, pertenecía por eso mismo al espacio, a sus medidas y a la materia física que lo ocupa. El afán de someter esta experiencia a reglas universales, o sea valederas para todos, entrañaba la noción fundamental de objetividad, es decir, la separación netamente afirmada del objeto observado y del sujeto que observa. Por esto se inclinan a eliminar los caracteres inherentes al observador, es decir al propio ser humano en su vida interior… (…) En realidad (como los sociólogos y etnógrafos han demostrado hace mucho tiempo), reinaba antes otro modo de pensar que a veces se ha designado con el expresivo término de <prelógico>. Aquí ya no está el objeto aislado en su definición, distinto del que lo observa, sino que uno y otro están ligados, lo mismo que todo el universo, por un animismo común a los seres y a las cosas. En el seno de esta alma universal, supuesta a los objetos tal como es experimentada en nosotros mismos, todo se liga, no ya según las leyes mecánicas y físicas, sino a tenor de un juego de simpatías y de antipatías, que entrañan atracción o repulsión y cuya clave es la analogía; toda realidad que se parece a otra es así solidaria de ella; tiende a confundirse con ella, a sufrir el mismo destino: la magia cree alcanzar a un cuerpo vivo por el maleficio, es decir, por mediación de una imagen hecha semejanza de aquél y al que transferirá sus heridas. (…) La ambición animista halla por fin su realización en esta unión de los seres, por el arte y la poesía, que en fórmulas análogas celebraron tanto Beethoven como Delacroix o Rimbaud, aspirando a asegurar el tránsito <de alma a alma>, al mismo tiempo que la unión íntima del alma del hombre con la de las cosas. Delacroix profesaba: <La fuente principal del interés procede del alma y va al alma del espectador de una manera irresistible>. La música, que parece la más apta para asegurar esa transgresión de los límites materiales, progresa entonces en primera línea según una aspiración bien germánica también; suplanta a las artes de la forma, arquitectura o escultura, en el papel de parangón que la tradición grecolatina les había querido hacer desempeñar. Esta vuelta acarrea el abandono de la poesía descriptiva y explicativa, tal como la Francia del siglo XVIII la veía aún, en provecho de la poesía sugestiva y anímica podríamos decir. Así se establecen la coexistencia y la oposición de dos modos de conocimiento antinómicos, que Europa acepta afectándolos a dos órdenes de pensamiento radicalmente diferentes: el literario y el científico. Incluso hará de ellos ramas distintas de la enseñanza. Del romanticismo al impresionismo Mientras la primera de las dos tendencias que acabamos de señalar, gracias a las salidas que le ofrecía el romanticismo, parecía haber triunfado y dominado el siglo, el espíritu experimental reafirmado sin cesar por el prodigioso desarrollo de sus descubrimientos y sus realizaciones, soñaba con un contraataque que asegurara al fin su universalidad. A partir de 1850 fue el movimiento cientificista el que se apropió de la literatura y el arte con el realismo, reforzado de pronto como naturalismo, y el que intentó extender su influencia a las ciencias morales, la filosofía e incluso la religión con el movimiento positivista, que su fundador Auguste Comte impulsó hasta sus ambiciones más extremadas. Puesto que la ciencia creía tomar a su cargo en lo sucesivo el porvenir total de la humanidad y su progreso, exigirá a la vez que el arte se someta a sus métodos de observación objetiva y acepte su ambición a resolver el problema social planteado por los progresos mecánicos. Todo este programa se agita en el fondo del pensamiento de los realistas. Millet se defiende aún de ser movido por preocupaciones políticas, (…). El pueblo al que dedica su arte se limita al de los campesinos. Lo mismo que él, Daumier se sigue bañando en el sueño de la potencia romántica; lo mismo que él, lo traduce en un estilo amplificador y grandioso, pero avanza una etapa más, acepta pasar a la política, y, para él, su pueblo es el de las ciudades, es el recién llegado: el proletariado. Habrá que llegar a Courbet (…) el pintor adopta totalmente el credo realista y social, que además le inculcan su ambiente y sobre todo su amigo Proudhon. Pero en esa ambición por superar la pintura y vincularse a propósitos que le son fundamentalmente ajenos, entraba un último resto de “literatura”. Había de corresponder a la generación salida de Courbet el limitar más estrecha y mas <científicamente> el problema pictórico, precisando el supuesto realista y definiéndolo con rigor como un dato óptico. Ese día nacerá el impresionismo, suprema encarnación del realismo del siglo XIX, de ese realismo cuya caída precipitará involuntariamente. (…) La materia se elimina después de la forma El impresionismo, salido de Courbet, iba a ir más lejos. El realismo de mediados de siglo era materialista; pensaba que había en la materia, en su densidad, en su omnipresencia, una especia de virtud concreta, conforme a las exigencias de la ciencia, y por tanto una seguridad. Pero la sensación es tan distinta de la materia como de la forma. ¿Qué vale pues esta entidad nueva, la materia? El ojo no percibe más que manchas luminosas moduladas en colores, que no corresponden más que a diversas longitudes de onda que vienen a mover el nervio óptico. La materia, a la que Courbet concedía una fe sólida e ingenua, ¿tiene más <realidad> que la forma? Por intuición responde el impresionista que no deja de tenerla en cuenta, suprimiendo así el último elemento de cohesión satisfactorio para el espíritu, ávido de definir las cosas a fin de reconocerlas. Por eso la nueva escuela, aún alcanzando una visión del mundo sensible quizá la más científica que se haya conocido jamás, daba un golpe de muerte a ese realismo cuya apoteosis creía ser. Pues eliminaba de la representación de las cosas visibles todo lo que constituía a la vista del público, forma o materia, su identidad más profunda. Intentando reproducir mejor el testimonio del ojo, daba a los espectadores resabiados por las costumbres la impresión de que la pintura dejaba de imitar a la naturaleza. Así es cómo perfeccionando el realismo le daba el impresionismo el golpe de gracia, permitiendo concebir por primera vez en Occidente una pintura que renunciara a serle fiel. Involuntaria e inconscientemente, autorizaba y liberaba los audaces futuros del arte moderno.”
Extraído de René Huyghe – El arte y el hombre
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